El sicuri de Puno –“ppusa” en aymara– es una flauta de Pan doble. En las tumbas de Paracas se han encontrado sicuris de barro, pero estos de Paracas son, como las antaras de Ayacucho, una flauta de Pan simple. Los sicuris de Puno son de una complejidad extraordinaria; cada instrumento representa una flauta de órgano, y diez o quince indios tocando sicuris forman una orquesta, un órgano impresionante en que cada flauta está tocada por un artista, por un ser viviente y excitado de violenta sed de danza y embriaguez.
Cada sicuri está formado por dos flautas de Pan hechas de una caña muy fina y amarradas con cuerdas de tripas o con cintas de lana tejida. Una orquesta de sicuris, una tropa de bailarines, está formada por sicuris de diversos tamaños -según la nota que le corresponde tocar–, desde 40 centímetros de largo hasta pequeñísimos sicuris que se pierden en la mano del indio que los toca. Este es hoy un instrumento propio del altiplano; en las otras regiones de la sierra del Perú está desapareciendo, en el centro y en los otros departamentos del sur es ya un instrumento raro; los indios prefirieron definitivamente los instrumentos de origen español y olvidaron este y ya no lo saben tocar ni fabricar.
Pero en Puno, en la altura, el ppusa sigue siendo el instrumento principal y característico, y como no se toca en forma individual sino en grupo, es instrumento de las fiestas y de las danzas más grandes e importantes. Instrumento ritual y extraño, indio puro, significa fiesta, multitud, procesiones, vísperas de grandes borracheras y llantos; lo tocan soplando a pulmón lleno; el aire alcanza la base de las flautas, rebota y escapa por la boca de las cañas y silba; en los sicuris altos y gruesos suena con una gravedad profunda, en los pequeños y agudos produce un silbido fino y largo; todos juntos, los ppusas en una tropa de bailarines forman una orquesta de viento que oprime y sacude el alma de quien los oye; los bailarines lo tocan saltando o agachándose contra el suelo, danzando con una furtia desenfrenada; un bombo duro y grave acompaña a los ppusas, y sobre la voz gruesa y siempre igual del bombo, la voz de los sicuris se levanta y grita, como si todos los tonos del viento de las grandes alturas hubiera sido encadenado y dominado, sometido y manejado por la furiosa tropa de bailarines vestidos de espejos, de cuentas de vidrio y de entorchados de plata y oro. Es el conjunto más impresionante y hermoso que he visto en esta región del Vilcanota.
Nadie sabe cuántas danzas indias hay en el departamento de Puno; sólo sabemos que es la región más rica del Perú en bailes típicos; en ninguna otra región hay tanta variedad de danzas, ni indios o mestizos de otras regio-nes han creado tal cantidad de disfraces; nadie ha sabido aprovechar con más imaginación y fantasía los vestidos y los adornos de orígen español para disfrazar y dar brillo y misterio a sus bailarines.
Los bailarines de Puno bajan a todos los pueblos de los valles y quebradas del Cuzco para acompañar las procesiones y dar solemnidad e importancia a las fiestas principales de los pueblos.
La mayoría de las veces no los contratan ni les pagan; bajan en peregrinación por demostrar su piedad y por rendir homenaje a los santos patronos, por los agasajos y las bebidas, por deslumbrar a los pueblos y convertirse en el centro de las fiestas, y como embajadores de los indios del gran altiplano.
Los indios de Puno son pobres; en muchas provincias son miserables, acaso los más miserables de todo el Perú; hace poco, en 1939, cuando la gran sequía, murieron de hambre por centenares; pero así y todo, son gente activa, audaz, industriosa y sensible.
El altiplano es frío, cruel y de una hermosura tormentosa e inclemente; la tierra es lisa, dilatada como el viento, de un solo color y de una sola vegetación fina y baja; los rarísimos árboles que crecen en los patios de las casas sorprenden y casi infunden temor; en los horizontes lejanos y silenciosos se levantan las montañas filudas y rocosas de granito negro, y los nevados brillantes, llenos de mágico misterio, bajo la sombra de las nubes; el Lago está al centro y es como la imagen de todo este campo alto y helado, y cuando uno ve llegar las balsas al puerto, en el crepúsculo, toda esta tierra parece de nuevo primitiva, mítica y legendaria.
La música y danza de los indios de esta tierra está cargada de la silenciosa y torturante belleza del paisaje en que viven. Cuando los sicuris ensayaban en Sicuani, bajo el cielo hermoso y tranquilo de la quebrada, yo iba a escucharlos desde una esquina próxima: la voz de los grandes sicuris parecía sacudir los eucaliptus y a los árboles de durazno que crecen en algunos canchones del pueblo, el viento llegaba como empujado por el canto impaciente y alocado de estas antaras de tantos tonos, mezclados en un profundo intento de reproducir y cantar tal cual es la fría y negra nube de la gran cordillera, el cielo y la tierra de la puna alta y sin límites, de cantar el tormento del corazón de los hombres que a través de milenios han sufrido y adorado a esta tierra, esa tierra y ese mundo que los oprime y exalta.
La palabra sicuri es quechua. Se supone que viene de la palabra “sijwi”, sijwa es la paja que más suena cuando sopla el viento; sijway es un infinitivo onomatopéyico que significa silbar como la paja alta de la puna. Julián Palacios, maestro puneño, de puro espíritu indígena, diccionario viviente de toda la sabiduría del indio kolla, afirma que la palabra sicuri denomina indistintamente al instrumento y a los bailarines de la danza que lleva ese nombre. Pero el nombre específico aymara de la zampoña es “ppusa”, que viene de la palabra “ppusay”, soplar.
Julián Palacios cree que esta danza es de indudable orígen postcolombino, que los españoles, ante el espectáculo brillante e ilimitadamente variado de las danzas nativas, decidieron exhibir en las fiestas religiosas algunas danzas españolas. Que los sicuris tienen su origen en una danza peninsular que se baila al compás de una banda de músicos que era una de las muchas variantes del baile de los “morenos” o “negros”. Los indios imitaron esta danza y sustituyeron la banda de música con la ppusa o antara, que es el instrumento típico y el más perfecto de los indios kollas. Y así formaron este conjunto de “pussa morenos”, nombre en el que la palabra ppusa es el específico. El doctor Francisco Pastor, profesor universitario puneño, que ha estudiado el folklore kolla, está de acuerdo con la explicación.
Los sicuris salen vestidos de lujosísimos disfraces bordados en hilos de oro y plata, tachonados de piedras brillantes y de cuentas de cristal. Se observa una evidente influencia del vestido de luces de los toreros en estos disfraces; y lo extraordinario es que los talleres donde los hacen están en Bolivia, en la región india más lejana de la influencia española. Y los vestidos que lucen los sicuris de Puno y principalmente los que bajan a los pueblos de las quebradas o se improvisan entre las colonias de indios kollas, son en realidad de segunda mano, restos o desechos de los opulentos trajes que son estrenados en la gran fiesta de Copacabana. El bailarín sicuri genuino es la imagen de una sota de oros del naipe español, y los indios, hoy mismo, les llaman “sotas” a los personajes típicos de esta danza. El “sota” lleva en la cabeza un gorro dorado y un penacho de plumas rojas y blancas. Este disfraz ha degenerado mucho hoy y el conjunto mismo ha admitido personajes extraños pertenecientes a otras danzas.
Todos los bailarines tocan zampoñas o ppusas; un bombo acompaña a los sicuris. La música de la danza es un wayno del altiplano, de aire marcial. Cada bailarín toca una sola nota, y entre todos, como las flautas de un órgano, forman la melodía de la danza. Tocan bailando, pasan por las calles en tropa; mientras caminan danzan suavemente, pero al llegar a las esquinas el bombo truena más alto, los bailarines forman círculo y danzan a saltos, mirándose las caras y aproximándose unos a otros como para acompasar mejor las notas: y suben cada vez más el ritmo del wuayno y la danza termina en un zapateo violento y alocado.
En los últimos años los conjuntos de bailes indios han ido perdiendo su pureza. La tradición perdió su rigurosa autoridad y surgió una nefasta libertad de mezclar los personajes de unos bailes con los otros. Aunque parezca contradictorio, el interés demostrado por los turistas y viajeros ha contribuído no poco a esta degeneración de las formas genuínas de las danzas, por el afán de improvisar y ostentar; por otra parte, la campaña incansable de los Adventistas contra las danzas y fiestas ha contribuído al relajamiento de las formas puras y antiguas. A esto hay que agregar la influencia de la carretera y la civilización. El indio pierde la mítica conciencia de sus bailes, se desintegra del contenido religioso y profundo de las danzas, de su valor ritual; y cuando no ve sino la forma externa; trata de acomodarla a su sentido nuevo de las cosas, vacío, intrascendente y ostentoso, y adultera los disfraces, mezcla los personajes de las danzas; atenta, con toda la audacia de su inconciencia, contra las formas esenciales de las sagradas costumbres y ritos.
Así se ha mezclado a los sicuris con los “diablos”. Los “diablos” que acompañan a los sicuris son de origen muy reciente; dice Julián Palacios que fueron creados hace unos veinte años por los obreros de Puno para solemnizar la fiesta de la Vírgen de la Candelaria. Estos diablos preceden a los sicuris y les abren camino entre la multitud; blandiendo pequeños tridentes, danzan a saltos y no tocan zampoña; se cubren el rostro con impresionantes máscaras que semejan cabezas de león armadas de grandes cuernos. El conjunto que vi en Sicuani llevaba además un “werak´ocha” (caballero). El “werak´ocha” o “Jaykuy misti” representa a los “mistis”, es decir, a los blancos; sale vestido de caballero y lleva algunas prendas militares, de soldado raso. Es el bufón del conjunto; haraposo y humilde, sirve de payaso y hazmerreir del público.
Los sicuris bailan en los pueblos de la quebrada rodeados de un gran público. Fue la danza máxima de cuantas vi en el Vilcanota. Los indios seguían al conjunto, deslumbrados y cautivos. Los vestidos de oro y de cristales los subyugaban y la música del altiplano, tocada en esos instrumentos que cubrían el pueblo con un aire de puna, de pampa helada, los exaltaba y reunía. El sol reverberaba en el vidrio de los disfraces y el wayno angustiante de la luna parecía dominar a las montañas que estrechan la quebrada y darles ese semblante lejano, frío y nebuloso de los aukis del Kollao.
Escrito por Jose Maria Arguedas.
Fuente: Diario Los Andes.
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